domingo, 1 de abril de 2012

OTRA HISTORIA MÁS DE LA GUERRA CIVIL

Uno no puede eludir la responsabilidad de hablar sobre la Guerra Civil Española. Lo que sucede es que se ha puesto tan de moda, que el tema repite como la morcilla. Películas, libros, documentales, artículos de prensa, tertulias de café, cotilleos de porteras. Que si cifras, que si responsabilidades, que si tumbas, que si estatuas. Me reservo ciertos derechos, como el de expresar mi opinión personal. Esto, estoy seguro, disgustara a unos y a otros, cosa que me complace de veras.
Yo he escrito un cuentecillo, que no sé si vale mucho, pero que me ha gustado escribir. Se lo dedico a Gila y a Arrabal, que tan bien expresaron en comedia el ridículo de la guerra, de cualquier guerra. El cuento, no me ha quedado más remedio, se titula: “Otra historia más de la Guerra Civil”.
Espero que lo disfruten:


OTRA HISTORIA MÁS DE LA GUERRA CIVIL

Eran dos pueblos que estaban situados en un mismo valle apartado, en el interior de una sierra todavía más apartada. Por extrañas razones de lógica militar, cuando se inició la guerra civil, se dibujó una línea de frente que separó el valle en dos, dejando a cada pueblo a merced de un bando distinto.
Es el caso que los mozos de ambos pueblos tenían por costumbre casar con las mozas del pueblo vecino, costumbre sana y que contribuía a emparentar a todo lo que creciera y tuviera vida en el valle: niños, perros, gatos, ovejas o cabras, viñas, regatos y fuentes, zonas de pasto, árboles frutales, terrenos, casas, muertos, herencias, fiestas y desgracias. Se ha de decir que se trataba de dos pueblos que convivían a las mil maravillas.
A unos les tocó el bando de los azules y a otro el bando de los verdes. Cuando se retiraron los máximos mandatarios de los distintos ejércitos, los  vecinos del pueblo y los jóvenes que habían sido elegidos como militares, que parecían mozalbetes disfrazados de carnaval, se reunieron para tomar medidas al respecto.
Para evitar problemas con esos señores de fuera, que llegaban con caras de sumo cabreo y preocupación, mantendrían la ficción de que estaban en guerra. Ahora, los muchachos podían libremente elegir el bando que más les acomodase, e incluso mudar de bando a conveniencia. Bastaba con que dos mozos se cambiasen los uniformes, y saltasen a las líneas enemigas. Para evitar percances, toda la munición quedaba confiscada; guardada en la sacristía de las iglesias, para cuando llegasen los mandamases. Los párrocos no pudieron estar más de acuerdo. Las mujeres se encargarían de construir señuelos de paja, disfrazados de soldados, es decir, espantapájaros, que se situarían en enclaves conocidos por todos, de tal manera que cuando llegasen los ceñudos dirigentes de los distintos ejércitos, y hubiera de usarse la munición, se supiera a qué soldados de mentira se podía disparar, sin peligro de los mozos. Un vecino dramaturgo escenificó varias batallas de la toma de un cerro. Cerro pequeñajo y sin interés, que se repartirían sucesivamente cada uno de los bandos. Habría muertos, teñidos de falsa sangre, y algún que otro herido oportunamente aderezado con sus vendas y morados. Por evitar posibles intentos de maltrato o tortura, o ajusticiamientos sumarísimos indeseados, durante la escenificación no se capturarían enemigos.  
Cuando llegaban los mandamases de alguno de los bandos, los centinelas embozados en la carretera, daban la voz de alarma para que los pueblos se pusiesen en guardia frente al enemigo. Y se iniciaba una representación teatral muy seria, en la que participaban los vecinos de las dos amistosas poblaciones. Todo salió bien y no hubo que lamentar víctimas en toda la guerra, salvo las muertes naturales, y la pierna quebrada de un pastor disfrazado de soldado en la toma del cerro. Por suerte, pronto se olvidaron de los dos pueblos situados en un remoto valle, en el interior de una sierra todavía más apartada.
Sin embargo, terminó la guerra y ganó uno de los dos bandos. Unos señores con pinta de cabreo perpetuo y cara cetrina se instalaron durante meses en las posadas de los pueblos, empezaron a meter cizaña, a apresar y asesinar vecinos, a robar tierras o ganado, a meterse con las muchachas casaderas, o con las no tan muchachas, a insultar y ridiculizar a los paisanos y a poner motes vergonzosos. Vinieron con dos jueces que recién habían sacado la plaza, y que se tomaron con tal celo su oficio, que pusieron a medio valle en contra del otro medio. Y para colmo, instalaron un cuartel de la Guardia Nacional, donde hasta entonces nunca se había echado en falta policía.
Y así es como se jodió todo en este bonito valle.


Historias hiperbreves del más allá, Manolo Yagüe.

4 comentarios:

  1. Si estoy totalmente de acuerdo, es buenísimo. Tanto humanidad concentrada en un relato tan breve.

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  2. Qué triste realidad, muy bonito!

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