martes, 27 de marzo de 2012

DESDE LA TERRAZA

Era un hombre bajito, llevaba gafas, unas gafas de metal con las esferas redondas, y estaba medio calvo. Hacía buen tiempo, así que a esas horas de la mañana bastaba con un fino jersey. El jersey le venía un poco grande, como si hubiera comprado una talla de más. Se asomó y observó la calle desde la terraza del séptimo piso, con la exagerada precaución de los que tienen vértigo. Apartó una de las macetas, plantada de geranios mustios, que colgaban en la terraza. Se puso a horcajadas en la barandilla, temblando, porque no le daban las piernas de tan bajito como era. Subió la otra pierna, para salvar la altura de la barandilla y sus pies quedaron encajados entre los barrotes, mientras se sujetaba con manos de desesperación. Se asomó girando el cuello, pero tenía la calle a su espalda. Los pies le vibraban apoyados a los hierros del balcón. Con extremo cuidado, como si temiera caerse, se dio la vuelta para ponerse de cara a la calle.
Cayó encima de un toldo, rebotó, salto despedido encima de un coche de color rojo, que ni siquiera se abolló con el escaso peso del hombrecillo, rodó por el parabrisas delantero, y fue a dar con sus huesos en la calzada de la calle, a la altura de la rueda delantera izquierda del vehículo.
Una furgoneta de correos paró justo delante de él, a punto de atropellarlo. Enseguida se vio rodeado de gente. La furgoneta de correos se desvío hacia el otro lado de la calzada; tenía prisa. Se levantó aturdido: ¿estoy muerto? ¿estoy muerto? Preguntó varias veces. Vaya suerte, repetía sin parar uno de los operarios del taller de cambio de ruedas, que sujetaba al hombrecillo, sin percatarse de que tenía las manos llenas de grasa. Vivito y coleando, se rió un joven ceñido con ropa de color negro, y con unas melenas que parecían de mujer. Una señora mayor, se puso a llorar, y la camarera de la cafetería de enfrente, una colombiana muy jovencita y agraciada, trató de consolarla. Habrá que llamar a la policía y a una ambulancia, dijo un señor fornido, con traje y engominado, que parecía recién salido de una oficina de banco. No, no llamen a nadie, dijo con un hilo de voz el hombrecillo, que parecía un enano rodeado de amigables gigantes. Estaba visiblemente azorado. ¡Pero que ha hecho, usted está loco o qué!, vociferó con los brazos en alto el dueño del quiosco de la esquina, con sus melenas blancas como Einstein, que le hacían parecer loco de verdad. Estaba regando las plantas, no sé que me pasó, se excusó nervioso, con la cara, la calva y las orejas rojas de vergüenza, ¿de verdad que no me ha pasado nada? Eso parece, sentencio el tipo que parecía salido del banco. Es un milagro, exclamó la señora mayor alzando sus ojos al cielo, y la camarera colombiana asintió con gesto devoto. No será mejor que lo lleven al hospital, aulló otro operario del taller mientras se frotaba las manos con un paño grasiento, lo mismo se ha roto algo por dentro. No quiero ir al hospital, me encuentro perfectamente, perdonen las molestias, lo mejor es que
vuelva a casa, musitó el hombrecillo mientras trataba de dar cortos pasos hacia su portal, con su mirada cegata,  ya que había perdido las gafas en la caída, pero nadie pareció darle importancia, ni el mismísimo accidentado. Quiere que le acompañe señor, se ofreció un adolescente con el pantalón caído, que no tenía ganas de ir a clase. No, gracias, está mi mujer, mejor que no se entere. Será lo mejor, se miraron unos a otros, con gestos de satisfacción por el deber cumplido.



El hombrecillo rebuscó en los bolsillos, sacó un manojo de llaves que le tiritaban entre los dedos, y entró en el portal, rodeado por el barullo de curiosos. Se le vio caminar pasillo adentro, en la más absoluta soledad, palpándose los brazos y la cabeza, como incrédulo. Cogió el ascensor. Se despidió con un movimiento involuntario del brazo, como un rápido saludo franquista, alzando como un resorte la mano desde el codo, de las caras que le observaban pegadas a los cristales del portalón de acceso al edificio,  conforme las puertas del ascensor se cerraban.
Los viandantes se fueron alejando despacio mientras comentaban el suceso, directos a sus quehaceres cotidianos.
Yo tuve un presentimiento. Llevaba tiempo sentado en un banco de la acera de enfrente. Tampoco tenía cosa mejor que hacer. Me encendí un cigarro. No dejaba de observar la terraza. Luego me encendí otro. Me dije, si no sale cuando me lo acabe, me voy.
Pero, cuando ya pisaba el cigarro para largarme, se abrió una ventana del séptimo piso, justo al lado de la terraza. Calculé que salvaría el toldo. Se subió como en una silla que le hizo las veces de escalera. Casi no tuvo que agacharse para sortear el marco.
Miró hacía abajo, directamente al punto donde su cuerpo tenía que hacer diana. Se lo pensó mejor. Entró de nuevo, cerró la ventana, y corrió las cortinas, como enfadado.
Me acordé de sus gafas. El tío llevaba gafas. Me acerqué y husmeé. En efecto. Las gafas estaban rotas, pero me las quedé de recuerdo.





Relatos hiperbreves del más allá, Manuel Yagüe.

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