viernes, 13 de abril de 2012

EL ANACORETA QUE VIVÍA EN LA CABEZA DE UN ALFILER

EL ANACORETA QUE VIVÍA EN LA CABEZA DE UN ALFILER


El anacoreta vivía en la cabeza de un alfiler. Era por lo tanto un anacoreta minúsculo, pero aún con esas vivía apretado en su cabeza de alfiler. Para poder instalarse allí le pidió ayuda a un gigante, que no era ni mucho menos gigante, salvo a los grises ojos del menudo anacoreta. El gigante clavó el alfiler en una zona rocosa del desierto, a cubierto de las tormentas de arena y del sol del mediodía, y subió en la palma de su mano al anacoreta. Aunque trató de disuadirlo, el anacoreta, un hombre de cierta edad y muy delgado por la falta de alimento, le dijo:
-Estoy cansado del trato con los hombres, son mezquinos y desconfiados, así que he decidido meditar, y si hay suerte encontrar a dios.
El gigante, único amigo del anacoreta, le dejó hacer. Cada dos o tres días caminaba desde la aldea cercana hasta el alfiler y le llevaba unas migas de pan y un tarro con agua. 
-No sé qué haría sin ti- reconocía el anacoreta, agradecido.
Una vez pasaron demasiados días y el gigante no llegaba. El anacoreta tenía mucha hambre y mucha sed, pero a esos sufrimientos estaba acostumbrado. Simplemente temía por la salud de su amigo, y le dolía la falta de su compañía.
A menudo pasaban cerca del anacoreta animales del desierto: el escorpión, los chacales, un buitre que comía en un muladar cercano. Como era un bocado muy pequeño e insípido para los animales, charlaban un rato con él, y lo dejaban en paz. El anacoreta sin embargo, no se hacía ilusiones respecto de las intenciones de dichos animales, simplemente eran animales y se lo hubieran zampado, si su tamaño, grosor y aspecto hubieran sido los correctos.
El anacoreta estaba muy preocupado, pero rezaba por su amigo, y confiaba en que el gigante no se hubiera cansado de venir a verlo. Se decía: algo importante o grave lo retiene en la aldea. Puede que haya tenido que emprender un repentino viaje. Temía con sinceridad por la suerte o salud de su amigo.
Una tarde de mucho calor pasó a su lado una serpiente. Como todas las serpientes, se presentó sin avisar:
-¿Qué haces aquí, anacoreta? Por tu delgadez extrema me figuro que llevas tiempo sin comer ni beber.
-En efecto, llevo tres años aquí, meditando, retirado de los hombres pues estoy cansado de su mezquindad y su falta de fe. Un amigo me traía hasta aquí comida y bebida, pero hace semanas que no ha vuelto. Temo por su salud o su fortuna.
-Puede ser- dijo la serpiente, agitando su lengua con agrado en la boca-. A veces los gigantes mueren de forma repentina, o emprenden viajes por sorpresa, para ayudar a algún familiar en apuros. Pero, ¿no crees que hubiera podido enviar a alguien para avisarte?
-Sí, hubiera sido sencillo.
-Y no sabes acaso cómo son los hombres: caprichosos y olvidadizos, inconstantes, vagos y estúpidos.
-Lo sé, lo sé perfectamente porque he vivido entre ellos.
-No será que tu amigo ha decidido olvidarse de ti, que se ha cansado y que no piensa volver a verte.
La serpiente dejó al anacoreta meditando. Era una serpiente experta en sembrar la duda y se largó arrastrando su cuerpo ondulante por la arena, muy satisfecha de su trabajo.
El anacoreta pasó tres noches terribles, al cabo de las cuales se empezó a decir a sí mismo:
-Mi amigo me ha abandonado.
Lo repitió cien veces hasta que se lo creyó.
Como no tenía otra forma de comprobarlo que volviendo a la aldea, saltó de la cabeza de alfiler, y con los huesos y músculos entumecidos por los tres años transcurridos en cuclillas sobre la cabeza de alfiler, caminó pesadamente hasta la aldea.
Una vez en la puerta de la casa de su amigo, entró sin llamar, y se encontró en la penumbra al gigante, que no era más que un pobre hombre, tirado en una cama de paja a una hora en la que debiera estar trabajando. El anacoreta estaba tan cansado y ofendido por el abandono sufrido que, sin mediar palabra, y sin atender al rostro demacrado de su amigo, le reprendió:
-Amigo, por qué me has abandonado, he pasado sed y hambre y pesares, y tú estás aquí tirado sin hacer nada. ¿Te creía distinto a los demás hombres?
En ese momento, un joven criado vio la escena, y retiró al anacoreta:
-No moleste a un hombre moribundo. Lleva semanas tratando de morir, no le da vergüenza. Usted es el anacoreta, mi patrón me dijo que fuera a llevarle pan y agua, pero un día se me olvidó, otro no tuve tiempo, así que me dije, ya vendrá. Mi patrón es un buen hombre que no se merece tus palabras de desconfianza.
El anacoreta lloró amargamente, ayudó a su amigo a morir,  sintió profundamente haberse fiado de la serpiente y no de su fe, y comprobó cuan débil es la condición humana, por cuanto decidió seguir meditando otros treinta años.



 
Relatos hiperbreves del más allá, Manolo Yagüe.

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